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Bosch, maestro de la cuentística latinoamericana

Tegucigalpa, Honduras lunes 18 noviembre 2019

Dos pesos de agua

La vieja Remigia sujeta el aparejo, alza la pequeña cara y dice:
-Dele ese rial fuerte a las Ánimas pa que llueva, Felipa. Felipa fuma y calla. Al cabo de tanto oír lamentar la sequía levanta los ojos y recorre el cielo con ellos. Claro, amplio y alto, el cielo se muestra sin una mancha. Es de una limpieza desesperante.

-Y no se ve ni una señal de nube –comenta.

Baja entonces la mirada. Los terrenos pardos se agrietan a la distancia. Allá, al pie de la loma, un bohío. La gente que vive en él, y en los otros, y en los más remotos, estará pensando como ella y como la vieja Remigia. ¡Nada de lluvia en una sarta bien larga de meses! Los hombres prenden fuego a los pinos de las lomas; el resplandor de los candelazos chamusca las escasas hojas de los maizales; algunas chispas vuelan como pájaros, dejando estelas luminosas, caen y florecen en incendios enormes: todo para que ascienda el humo a los cielos, para que llueva… Y nada. Nada.

-Nos vamos a acabar, Remigia –dice.

La vieja comenta:
-Pa lo que nos falta.

La sequía había empezado matando la primera cosecha; cuando se hubo hecho larga y le sacó todo el jugo a la tierra, les cayó encima a los arroyos; poco a poco los cauces le fueron quedando anchos al agua, las piedras surgieron cubiertas de lamas y los pececillos emigraron corriendo abajo. Infinidad de caños acabaron por agotarse, otros por tornarse lagunas, otros lodazales. Sedientos y desesperados, muchos hombres abandonaron los conucos, aparejaron caballos y se fueron con las familias en busca de lugares menos áridos.

La vieja Remigia se resistía a salir. Algún día caería el agua; alguna tarde se cargaría el cielo de nubes; alguna noche rompería el canto del aguacero sobre el ardido techo de yaguas.

Desde que se quedó con el nieto, después que se llevaron al hijo en una parihuela, la vieja Remigia se hizo huraña y guardadora. Pieza a pieza fue juntando sus centavos en una higuera con ceniza. Los centavos eran de cobre. Trabajaba en el conuquito, detrás de la casa; sembraba maíz y frijoles. El maíz lo usaba en engordar de los pollos y los cerdos; los frijoles servían para la comida. Cada dos tres meses reunía los pollos más gordos y se iba a venderlos. Cuando veía un cerdo mantecoso, lo mataba; ella misma detallaba la carne y de las capas extraía la grasa; con esta y con los chicharrones se iba también al pueblo. Cerraba el bohío, le encargaba a un vecino que le cuidara lo suyo, montaba al nieto en el potro bayo y lo seguía a pie. En la noche estaba de vuelta.
Iba tejiendo su vida así, con el nieto colgado del corazón.

-Pa ti trabajo, muchacho –le decía–. No quiero que pases calores, ni que te vayas a malograr como tu taita.
El niño la miraba. Nunca se le oía hablar, y aunque apenas alzaba una vara del suelo, madrugaba con su machete bajo el brazo y el sol le salía sobre la espalda, limpiando el conuco.

La vieja Remigia tenía sus esperanzas. Veía crecer el maíz, veía florecer los frijoles, oía el gruñido de sus puercos en la pocilga cercana; contaba las gallinas al anochecer, cuando subía a los palos. Entre días descolgaba la higuera y sacaba los cabros. Había muchos, llegó también a haber monedas de plata de todos tamaños.

Con temblores en las manos, Remigia acariciaba su dinero y soñaba. Veía al muchacho en tiempo de casarse, bien montado en brioso caballo alazano, o se lo figuraba tras un mostrador despachando botellas de ron, varas de lienzo libras de azúcar. Sonreía, tornaba a guardar su dinero, guindaba la higuera y se acercaba al nieto, que dormía tranquilo.

Todo iba bien. Pero sin saberse cuándo ni cómo se presentó aquella sequía. Pasó un mes sin llover, pasaron dos, pasaron tres. Los hombres que cruzaban por delante de su bohío la saludaban diciendo:
-Tiempo bravo, Remigia.

Ella aprobaba en silencio. Acaso comentaba:
-Prendiendo velas a las Ánimas pasa esto.

Pero no llovía. Se consumieron muchas velas y se consumió también el maíz en los tallos. Se oían crujir palos; se veían enflaquecer los caños de agua; en la pocilga empezó a endurecerse la tierra. A veces se cargaba el cielo de nubes; allá arriba se apelotaban manchas grises; bajaban de las lomes vientos húmedos que alcanzaban montones de polvo.

-Esta noche sí llueve, Remigia –aseguraban los hombres que cruzaban.

-¡Por fin! Va ser hoy –decía la mujer.

-Ya está casi cayendo –confiaba un negro.

La vieja Remigia se acostaba y rezaba: ofrecía más velas a las Ánimas y esperaba. A veces le parecía sentir el rencor de la lluvia que descendía de las altas lomas. Se dormía esperanzada; pero el cielo amanecía limpio como ropa de matrimonio.

Comenzó la desesperación. La gente estaba ya transida y la propia tierra quemaba como si despidiera llamas. Todos los arroyos cercanos habían desaparecido; toda la vegetación de las lomas había sido quemada. No se conseguía comida para los cerdos; los asnos se alejaban en busca de mayas; las reses se perdían en los recodos, lamiendo raíces de árboles; los muchachos iban a distancia de medio día a buscar latas de agua; las gallinas se perdían en los montes, en procura de insectos y semillas.

-Se acaba esto, Remigia. Se acaba –lamentaban las viejas.

Un día, con la fresca del amanecer, pasó Rosendo con la mujer, los dos hijos, la vaca, el perro y un mulo flaco cargado de trastos.

-Yo no aguanto, Remigia; a este lugar le han hecho mal de ojo.

Remigia entró en el bohío, buscó dos monedas de cobre y volvió.

-Tenga; préndale esto de velas a las Ánimas en mi nombre –recomendó.

Rosendo cogió los cobres, los miró, alzó la cabeza y se cansó de ver cielo azul.

-Yo me quedo, Rosendo. Esto no puede durar.

Rosendo volvió el rostro. Su mujer y sus hijos se perdían ya en la distancia. El sol parecía incendiar las lomas remotas.

El muchacho se había puesto tan oscuro como un negro. Un día se le acercó:
-Mamá, uno de los puerquitos parece muerto.

Remigia se fue a la pocilga. Anhelando, resecas las trompas, flacas como alambre, los cerdos gruñían y chillaban. Estaban apelotados, y cuando Remigia los espantó vio restos de un animal. Comprendió: el muerto había alimentado a los vivos. Entonces decidió ir ella misma en busca de agua para que sus animales resistieran.

Echaba por delante el potro bayo; salía de madrugada y retornaba a mediodía. Incansable, tenaz, silenciosa, Remigia se mantenía sin una queja. Ya sentía menos peso en la higuera; pero había que seguir sacrificando algo para que las Ánimas tuvieran piedad. El camino hasta el arroyo más cercano era largo; ella lo hacía a pie, para no cansar la bestia. El potro bayo tenía las ancas cortantes, el pescuezo flaco, y a veces se le oían chocar los huesos.

El éxodo continuaba. Cada día se cerraba un nuevo bohío. Ya la tierra parda se resquebrajaba; ya solo los espinos cambronales se sostenían verdes. En cada viaje el agua de arroyo era más escasa. A la semana había total lodo como agua; a las dos semanas el cauce era como un viejo camino pedregoso, donde refulgía el sol. La bestia, desesperada, buscaba donde ramonear y batía el rabo para espantar las moscas.

Remigia no había perdido la fe. Esperaba las señales de lluvia en el alto cielo.

-¡Ánimas del purgatorio! –Clamaba de rodillas–. ¡Ánimas del purgatorio! ¡Nos vamos a morir achucharrados si ustedes no nos ayudan!

Días después el potro bayo amaneció tritón e incapaz de levantarse; esa misma tarde el nieto se tendió en el catre ardiendo en fiebre. Remigia se echó afuera. Anduvo y anduvo, llamando en los distantes bohíos, levantando los espíritus.

-Vamos a hacerle un rosario a San Isidro –decía.

-Vamos a hacerle un rosario a San Isidro –repetía.

Salieron una madrugada de domingo. Ella llevaba el niño en brazos. La cabeza del muchacho, cargada de calenturas, pedía como un bulto del hombro de su abuela. Quince o veinte mujeres, hombres y niños desarrapados, cuertidos por el sol, entonaban cánticos tristes, recorriendo los pelados camino. Llevaban una imagen de la Altagracia; le encendían velas; se arrodillaban y elevaban ruegos a Dios. Un viejo flaco, barbudo, de ojos ardientes y acerados, con el pecho desnudo, iba adelante copleándose el esternón con la mano descarnada, mirando a lo alto y clamando:

¡San Isidro Labrador!
¡San Isidro Labrador!
¡Trae el agua y quita el sol,
San Isidro Labrador!

 

Sonaba ronca la voz del viejo. Detrás, las mujeres plañían y alzaban los brazos.

Ya se habían ido todos. Pasó Rosendo, pasó Toribio con una hija media loca; pasó Felipe; pasaron otros y otros. Ella les dio a todos para velas. Pasaron los últimos, una gente a quienes no conocía; llevaban un viejo enfermo y no podían con su tristeza; ella les dio para velas.

Se podía tender la vista sin tropiezos y ver desde la puerta del bohío el calcinado paisaje con las lomas peladas a final; se podían ver los cauces secos de los arroyos.

Ya nadie esperaba lluvia. Antes de irse los viejos juraban que Dios había castigado el lugar; y los jóvenes que tenía mal de ojo.

Remigia esperaba. Recogía escasas gotas de agua. Sabía que había que esperar de nuevo, porque ya casi nada quedaba en la higuera, y el conuco estaba pelado como un camino real. Polvo y sol; sol y polvo. La maldición de Dios, por la maldad de los hombres, se había realizado allí; pero la maldición de Dios no podía acabar con la fe de Remigia.

En su rincón del Purgatorio, las Ánimas, metidas de cintura abajo entre las llamas voraces, repasaban cuentas. Vivían consumidas por el fuego, purificándose; y, como burla sangrienta, tenían protestas para desatar la lluvia y llevara el agua a la tierra. Una de ellas, barbuda, dijo:

-¡Caramba! ¡La vieja Remigia, de paso hondo, ha quemado ya dos pesos de velas pidiendo agua!
Las compañeras saltaron vociferando:
-¡Dos pesos, dos pesos!

Alguna preguntó:
-¿Por qué no se le ha atendido como es costumbre?
-¡Hay que atenderle! – rugió una de ojos impetuoso.

-¡Hay que atenderla! – gritaron las otras.

Se corrían la voz, se repetían el mandato:
-¡Hay que mandar agua a Paso Hondo! ¡Dios pesos de agua!

-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!

-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!

Todas estaban impresionadas, casi fuera de sí, porque nunca llegó una entrega de agua a tal cantidad ni siquiera a la mitad, ni aún a la tercera parte. Servían una noche de lluvia por dos centavos de velas, y cierta vez enviaron un diluvio entero por veinte centavos.

-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo! – rugían.

Y todas la Ánimas del Purgatorio se escandalizaban pensando en el agua que había de derramar por tanto dinero, mientras ellas ardían metidas en el fuego eterno, esperando que la suprema gracia de Dios las llamara a su lado.

Abajo, en Paso Hondo, se nubló en cielo. Muy de mañana Remigia miró hacia el oriente y miro una nube negra y fina, tan negra como una cinta de luto y tan fina como la rabiza de una fuente. Una hora después inmensas lomas de nueves grises se apelotonaron, empujándose, avanzando, ascendiendo. Dos horas más tarde estaba oscuro como si fuera de noche.

Lena de miedo, con el temor de que se deshiciera tanta ventura, Remigia callaba y miraba. El nieto seguía en el catre, calenturiento. Estaba flaco, igual que un sonajero de huesos. Los ojos parecían salirse de cuevas.
Arriba estalló un trueno. Remigia corrió a la puerta. Avanzando como caballería rabiosa, un frente de lluvia venía de las lomas sobre el bohío. Ella sonrió de manera inconsciente; se sujetó las mejillas, abrió desmesuradamente los ojos. ¡Ya estaba lloviendo!

Rauda, pesada, cantando broncas canciones, la lluvia llegó hasta el camino real, resonó en el techo de yaguas, saltó el bohío, empezó a caer en el conuco. Sintiéndose arder, Remigia corrió a la puerta del patio y vio descender, apretados, los hilos gruesos de agua, vio la tierra adormecerse y despedir un vaho espeso. Se tiró afuera, radiosa.

-¡Yo sabía, yo lo sabía, yo lo sabía! – gritaba la voz en cuello.

-¡Lloviendo, lloviendo! –clamaba con los brazos tendido hacia el cielo-. ¡Yo lo sabía!
De pronto penetró en la casa, tomó al niño, lo apretó contra su pecho, lo alzó, lo mostró a la lluvia.
-¡Bebe muchacho; bebe, hijo mío! ¡Mira agua, mira agua!

Y sacudía al nieto, lo estrujaba; parecía querer meterle dentro del espíritu fresco y disperso del agua.

Mientras afuera bramaba el temporal, soñaba adentro Remigia.

-Ahora –se decía –, en cuanto la tierra se ablande, siembro batata, arroz tresmesino, frijoles y maíz. Todavía me quedan unos cuartitos con qué comprar semillas. El muchacho se va a sanar. ¡Lástima que la gente se haya ido! Quisiera verle la cara a Toribio, a ver qué pensaría de esos aguaceros. Tantas rogaciones, y solo me van a aprovechar a mí. Quizá venga agora, cuando sepan que ya pasó el mal de ojo.

El nieto dormía tranquilo. En Paso Hondo, por los secos sauces de los arroyos y de los ríos, empezaba a rodar agua sucia; todavía era escasa y se estancaba en las piedras. De las lomas bajaba roja, cargada de barro, de los cielos descendía pesada y rauda. El techo de yaguas se desmigajaba por los golpes múltiples del aguacero, Remigia se adormecía y veía su conuco lleno de plantas verdes, lozanas, batidas por la brisa fresca, veía los rincones llenos de dorado maíz, de frijoles sangrientos, de batata henchida. El sueño le tornaba pesada la cabeza y afuera seguía bramando la lluvia incansable.

Pasó una semana; pasaron diez días, quince… Zumbaba el aguacero sin una hora de tregua. Se acabaron el arroz y la manteca; se acabó la sal. Bajo el agua tomó Remigia el camino de Las Cruces para comprar comida. Salió de mañana y retornó a medianoche. Los ríos, los caños de agua y hasta las lagunas se adueñaron del mundo, borraban los caminos, se metían lentamente entre los conucos.

Una tarde pasó un hombre. Montaba mulo pesado.

-¡Ey, don! –llamo Remigia.

El hombre metió la cabeza del animal por la puerta.

-Bájase pa que se caliente – invitó ella.

La montura quedó a la intemperie.

-El cielo se ta cayendo en agua –explicó él al rato–.

Yo como usted dejaba este sitio tan bajito y me diba pa´ las lomas.

-¿Yo dirme? No, hijo. Horita pasa este tiempo.

-Vea –se extendió el visitante–, esto es una niega. Yo las he visto tremendas, con el agua llevándose animales, bohíos, matas y gente. Horita se crecen todos los caños que yo he dejado atrás, contimás que ta lloviendo duro en las cabezadas.

-Jum… Peor que esto fue la seca, don. Todo el mundo le salió huyendo, y ya lo aguanté.

-La seca no mata, pero el agua ahoga, doña. Todo eso.

-Y señaló lo que él lo que le había dejado a la puerta– ta anegado. Como tres horas tuve esta mañana sin salir de un agua que me le daba en la barriga al mulo.

El hombre hablaba con voz pausada, y sus ojos grises, atemorizados, vigilaban el incesante caer de la lluvia.

Al anochecer se fue. Mucho le rogó Remigia que no cogiera el camino con la oscuridad.

-Dispués es peor, doña. Van esos ríos y se botan…

Remigia se fue a atender al nieto, que se quejaba débilmente.

Tuvo razón el hombre. ¡Qué noche, Dios! Se oía un rugir sordo e inquietante; se oía retumbar los truenos; penetraban los reflejos de los relámpagos por las múltiples rendijas.

El agua sucia entró por los quicios y empezó a esparcirse en el suelo. Bravo era el viento en la distancia, y a ratos parecía arrancar árboles. Remigia abrió la puerta. Un relámpago lejano alumbró el sitio de Paso Hondo. ¡Agua y agua! Agua aquí, allá, más lejos, entre los troncos escasos, en los lugares pelados. Debía descender de las lomas y en el camino real formaba un río torrentoso.

-¿Será una nieja? –se preguntó Remigia, dudando por vez primera.

Pero cerró la puerta y entró. Ella tenía fe; una fe inagotable, más que lo había sido la seguía, más que lo sería la lluvia. Por dentro, su bohío estaba tan mojado como por fuera. El muchacho se encogía en el catre rehuyendo las goteras.

A medianoche la despertó un golpe en una esquina de la vivienda. Se fue a levantar, pero sintió agua hasta casi las rodillas. Bramaba afuera el viento. El agua batía contra los setos del bohío. Entonces Remigia se lanzó del catre como loca, y corrió a la puerta.

¡Qué noche, Dios; qué noche horrible! Llegaba el agua en golpes; llegaba y todo lo cundía, todo lo ahogaba. Restalló otro relámpago, y el trueno desgajó pedazos de oscuro cielo.

Remigia sintió miedo.

-¡Virgen Santísima! –clamó–. ¡Virgen Santísima ayúdame!

Fuente: La Tribuna

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