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Velásquez pintor hondureño

Tegucigalpa, Honduras.- Domingo 05 de mayo de 2019

Por William Lewis, (Guillermo Yuscarán)
Tomado de Mankind Magazine, (1979)
Traducción: Marcial Cerrato Sandoval

 

Aunque su trabajo es casi desconocido aquí (Estados Unidos) se le reconoce en Europa y Latinoamérica como el más grande pintor primitivista vivo.

Es de pequeña estatura, introvertido y sin pretensiones. Aún así, existe en su personalidad una tranquilidad que a veces parece cósmica. Es un hombre de familia, abuelo muchas veces y a los 73 años, amante de un buen cigarro, historias picantes y en ocasiones un trago de guaro”. Este hondureño es considerado por muchos críticos de arte como el más grande pintor primitivista viviente.

En los últimos 20 años las pinturas de José Antonio Velásquez, lo han hecho acomodado. Sus obras se venden por miles de lempiras y han sido exhibidas no solamente en Centroamérica (en cada una de las cinco repúblicas) sino también en Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Brasil, México, Italia, Alemania, España y hasta en el Japón.
En el mes de mayo de 1976, durante una exhibición en España, el director de Arte Visual en Madrid, José Gómez Sicre, se refirió a Velásquez como: “El mejor pintor primitivista en el mundo hispano” aun así y a pesar de que una pareja norteamericana, el doctor y la señora Wilson Popenoe, fueron quienes descubrieron a Velásquez a principios de 1940, su trabajo es poco conocido en los Estados Unidos.

La pintura primitivista se caracteriza generalmente por una exposición simple e inocente, una percepción pura, casi infantil del mundo. La obra de Velásquez siempre ha reflejado esa cualidad. Tiene un sentido innato del color y tono propio de los pintores naturales. Sus lienzos son luminosos, los colores regidos por intuición e impulso.

Como casi todos los artistas autodidactas, nunca ha sido ayudado –o estorbado- por la escuela formal, ni sujetado por los dictados tradicionales de técnica o estilo. Estos son exclusivamente suyos y lo reafirma cuando dice que su trabajo solo es influenciado por lo que ve y los colores de su paleta.

Yo tuve la oportunidad de admirar los cuadros de Velásquez mucho antes de que lo conociera, los vi en el Banco Atlántida de Tegucigalpa en 1972. Para mí ellos representaban un mundo de color y serenidad que solo inspira buenos sentimientos. No tenía idea –entonces- que algún día llegaría a conocer al pintor, lo que aconteció en Tegucigalpa en 1975, en una pequeña casa que habita en la colonia Guanacaste, un barrio humilde a orillas del Río Choluteca. Como el mismo, su hogar es pequeño, sencillo y ausente de toda extravagancia. Está construido de adobe y teja roja y se encuentra frente a un calle empinada y en curva –donde la diaria procesión de buses, niños y mujeres que van al mercado, es permanente, a Velásquez le acanta este vecindario.

La fortuna no ha cambiado los gustos de este hombre. En realidad todavía le sorprende y le divierte que algo tan sencillo como “pintar como uno ve las cosas” lo haya convertido en una celebridad.

Definitivamente no hay nada egoísta, neurótico o político en la visión que del mundo plasma Velásquez.

Es simple. Aún así toma su puesto (sin pretensiones) al lado de otros maestros primitivistas como Henry Rousseau. (1844-1910) Alfred Wallis (1855-1942) y la norteamericana Ana Mary Robertson (1860-1961) mejor conocida como abuelita Moses, cuyas pinturas de haciendas cuadriculadas, viejas carreteras de madera y veticionosas ruedas de viejos carruajes, no reflejaban la dura realidad de su tiempo: la guerra de Korea, las persecuciones de McCarthy, las líneas de producción de Detroit. Como ella Velásquez ha captado “Un oasis de inocencia”. La tranquilidad del campo. La única diferencia es que en la aldea en que Velásquez vivió toda su vida, San Antonio de Oriente, lo que vio, no nació de la nostálgica del pasado; es en realidad lo que existe hoy en día. Honduras siempre ha sido considerada la república más pobre y subdesarrollada de Centroamérica. Esto también es una realidad. Hay grandes riquezas en Honduras; se ven en sus paisajes, su gente y en el espíritu de hombres como José Antonio Velásquez.

Es un 25 de marzo de 1979, estoy sentado con Velásquez y su esposa Raquel en su sala. Es domingo por la mañana y están esperando un enjambre de hijos y nietos que llegarán en cualquier momento.

Huelo café en ebullición en la cocina cercana. Este cuarto es pequeño, amueblado en forma sencilla con dos viejos sofás, tres sillas de caoba y una mesa para café tallada a mano y cubierta con un trapo amarillo brillante.

Peor mis ojos se mantienen fijos en la pared, de4trás de Velásquez y su esposa, donde dos de sus nuevas creaciones están pendientes de la pared. Una es una escena de playa (pintada cerca de Puerto Cortés), la otra es una pintura enorme de la Plaza Central de Tegucigalpa, donde4 un grupo de niños se reúnen frente a la fuente central. La gran Catedral blanca se perfila en el fondo; el cielo es de azul intenso, los árboles de jacaranda en plena florescencia naranja y rojo. Mis ojos inspeccionaban el cuarto, cada pared es un mosaico de colores variados salidos de las pinturas de Velásquez. “El pintar es como respirar”, nos dice, colocándose los lentes. “Mantiene vivo el espíritu”. “En verdad nos mantiene a todos vivos”. Comenta su esposa en forma jocosa. Velásquez río. “En verdad, ahora me pagan por hacerlo”.

La voz del pintor es estrepajosa y las palabras difíciles de comprender. Siendo niño sufrió una enfermedad de la garganta que dejó dañados permanentemente sus cuerdas vocales. En realidad hasta la edad de cuatro años no pudo hablar del todo, y yo pienso, si esa situación pudo haber elevado su sensibilidad ante la naturaleza y soledad, haciéndolo –talvez- en forma subconsciente buscar modos no hablados para la expresión de sus sentimientos más profundos.

Yo le escucho con atención cuando habla, pero a menudo me veo obligado a recurrir a su esposa. Ella me traduce con facilidad y sin ningún resentimiento. Ambos están acostumbrados a esto. “Me tomará un poco0 de tiempo”, nos dice “pero pronto lo podrá comprender”.

Velásquez asiente reflexivamente, al instante en que toma un cigarro de su bolsa. Lo desenvuelve despacho y con cuidado, su precisión es casi ritualista. Al final lo enciende con un fósforo.

Hay algo de cómico y a la vez estoico sobre este hombre; en sus movimientos y expresiones, en el reflejo de sus ojos entrecerrados; una cualidad parecida a Buda, su cara está llena de expresión, en transformación continua.
De repente me encuentro revisando sus facciones:

Cabello negro-gris, grueso, cejas copiosas, nariz pequeña, bigote gris ye sus ojos brillando continuamente detrás de un par de bifocales comprados en Madrid.

Empero, sentado al par de su mujer, él se ve muy parecido a ella.

En verdad, se asemejan a un par de muñecas. Después de 40 años de matrimonio, 6 hijos, 17 nietos y cuatro décadas de compartir una vida difícil pero honesta y profundamente espiritual, la semejanza no es sorprendente. Talvez no es tanta la semejanza física como los sentimientos que genera la pareja: un sentimiento profundo de unidad y objetivos comunes.

Cualesquiera que sea la razón, la unión es única, y durante las visitas posteriores que compartí con ellos, mientras el hombre –conjuntamente con su mujer- me narran la historia de su vida, me siento continuamente admirado por ello.

José Antonio Velásquez nació un 8 de febrero de 1906 en la población de Caridad, pueblo situado cerca de la frontera entre Honduras y El Salvador. Allí en las aguas del Río Goascorán, bajo los verdes riscos de la parte sur de la cordillera de El Merendón, Velásquez (el segundo hijo de tres varones nacidos a Valentín Velásquez y su esposa, Dionisia Maldonado) pasó su niñez que él recuerda con añoranza.

“Éramos una familia unida en muchos aspectos… Mi madre era el centro de esta… era una mujer muy religiosa y nosotros compartimos su devoción y amor a la vida, pero éramos pobres y hay tiempos cuando la pobreza hace que la felicidad parezca remota.

Mi padre trabajaba para el cuartel como guardián; y mis hermanos y yo, cuando no estábamos en la escuela, trabajábamos en el campo. Mi padre era además músico, tocaba la trompeta en una pequeña banda de Caridad en días festivos o en fines de semana. Siempre había gente de El Salvador en nuestra aldea y nosotros cruzábamos la frontera cuando lo deseábamos. Naturalmente que no había lucha entre Honduras y El Salvador en aquellos días.

Desde la ventana de mi hogar siempre pude ver El Salvador, para mí era una montaña, la cual me encantaba ver”.
Cuando niño, Velásquez soñaba en viajar más allá de las montañas y del gran río Goascorán, que le parecía “un gran camino de agua que deseaba seguir”.

Tenía 18 años cuando dejó su hogar “para hacer mi propia vida”… no sabía dónde iría, pero tenía gran entusiasmo.

Dos semanas más tarde, llegó a la costa norte de Honduras, donde empezó a trabajar en Tela como muellero de la United Fruit Co. “Durante dos años trabajé en la costa norte, Puerto Cortés y La Ceiba, algunas veces en los campos, a veces en los muelles. Pero fue en Tela donde empecé a cortar el cabello para hacer dinero extra. Nunca antes había pensado en cortar pelo, pero había tantos obreros y tan pocos barberos que me pareció una buena idea. Con el tiempo pude hacer suficiente dinero para hacer un viaje a casa”.

Tenía 21 años cuando regresó a Caridad aquel verano. “Recuerdo lo bellas que me parecieron aquellas montañas cuando llegué. Había llegado a amar el mar, pero las montañas siempre han ejercido una fuerte influencia en mí… En realidad hice mi primera pintura durante esa visita. El tema era la Virgen y el Niño cerca de un árbol en la montaña.

Lo pinté sobre un pedazo de madera y se lo obsequié a mamá”.

El año siguiente, (1929) Velásquez se fue de casa nuevamente, esta vez viajó a la capital. Yo no había estado en Tegucigalpa y necesitaba cubrir mis obligaciones militares. Estudié el Código Morse y me convertí en telegrafista. Era un buen empleo porque me enviaban al campo a trabajar en aldeas y caceríos.

En aquellos días usted caminaba o se trasladaba a lomo de bestia y o recorrí mucho territorio.

Era agradable estar en el cao solo… sin nadie que lo molestara o le diera órdenes a uno…
En menos de un año Velásquez fue enviado a San Antonio de Oriente, una aldea montañosa a 35 Kms. de Tegucigalpa.

“Ellos querían que organizara una oficina telegráfica, y que la operara. Recuerdo la primera vez que caminé hasta allí desde Tegucigalpa. Pasé a través del Valle de El Zamorano en la mañana, había llovido copiosamente en la noche anterior y todo estaba verde.

Las montañas estaban floreadas de jacarandas y napoleones. Desde un lado del cerro podía ver los pinos y gravileos y los techos de la aldea.

No tenía idea entonces qué pasaría los siguientes 20 años de mi vida en ese pueblo. Raquel nos interrumpe para describir San Antonio, su aldea natal. Nos explica que fue un centro minero de plata y que cuando niña su padre fue dueño de una tienda grande que no solamente suplía a los mineros sino también a los habitantes de la aldea.

“Pero cuando Antonio llegó, la producción minera era cosa del pasado. La gente se dedicaba a cultivar la tierra y vender parte de sus productos. Era un lugar siempre pacífico, todavía lo es. Mis padres ambos están enterrados allí, lo mismo que la madre de Antonio. Nosotros la trajimos después que su esposo murió y ella vivió con nosotros durante varios años. Los antepasados de Antonio y los míos están muertos, pero nosotros vamos a San Antonio con regularidad para visitar las tumbas de nuestros padres”.

Definitivamente San Antonio de Oriente marcó un punto culminante en la vida de Velásquez. Allí en esos bosques frondosos y rocosos, en la aldea que el inmortalizara en óleos resplandecientes, tomó esposa y empezó una familia “nos casamos en 1931” recuerda Raquel “mi hermano era el cura de la aldea y él ofició la ceremonia”, un año después nuestro primer hijo (uno de tres varones y tres hembras, dos de quienes han muerto) nació).

Por entonces, Velásquez no solo trabajaba en la oficina telegráfica, también se había convertido en el barbero de la aldea.

También había terminado su segunda pintura “lo hice un poco antes del nacimiento de mi hijo, no recuerdo dónde hallé los óleos, creo que los obtuve en la tienda de mi suegro. Después me fui al campo a pintar. Cuando le di la pintura a mi esposa ella me dijo: ¿Dónde compraste esto? tuve dificultad en convencerla que yo era el artista. Después empecé a pintar con regularidad.

Cuando no estaba cortando pelo o trabajando en la oficina, Velásquez tomaba sus pinturas y pinceles y se iba a la montaña.

A veces llevaba a su hijo, a veces iba solo, pero pronto (tanto a lomo de mula como a pie) recorrió todo vericueto y bosque del Valle del Zamorano y de las verdes colinas que lo rodean.

“Me iba en las mañanas a pintar o a cortar el pelo de alguien que vivía en el Valle. Para entonces mi reputación como barbero se había extendido a otros pueblitos. Estaba cortando pelo una mañana, cuando el Dr. Wilson Popenoe y su esposa llegaron al Zamorano. El Dr. Popenoe estaba empezando una escuela en el Valle y me preguntó si deseaba ser el barbero de la escuela. Cuando le expliqué que yo vivía en San Antonio, él me dijo que la escuela me daría un caballo para viajar de mi casa a la escuela.

Acepté el empleo y ellos me dieron un caballo llamado Melvin. Esto sucedió en 1943. Trabajé allí durante 14 años.

Las memorias de Raquel de esos años son vividas. “Si Antonio no iba al Zamorano se pasaba el día pintando; parecía que todo el tiempo pintaba. Dibujaba el pueblo, la gente, las flores y los árboles. A menudo lo veía desde la ventana de nuestra casa parado ante el caballete y un grupo de niños rodeándolo. Trabajaba por horas. Se olvidaba del tiempo. Regresaba a casa cuando obscurecía. Pronto sus pinturas las teníamos en todas las paredes de la casa. No había espacio para nada, pero nos gustaban. Nos encantaban los colores y los escenarios porque eran de nuestra aldea. Y cuando agotaba sus pinturas y pinceles la señora Popenoe le pedía más a los Estados Unidos. Ella y su marido eran sus grandes admiradores. Hablaban de hacer una exposición y vender sus cuadros. Finalmente montaron una en la escuela “El Zamorano”, nunca habíamos visto todas las pinturas juntas, eran un espectáculo”.

En esos días Velásquez ni soñaba en vender su trabajo “pintaba porque me hacía sentir bien, me daba felicidad el que la gente gustara de mis pinturas. A veces me levantaba al amanecer para ver la salida del sol. Desde la ventana del dormitorio podía ver como la aldea se llenaba de luz. Para mí era como un magneto: la belleza de la mañana, la gente, los sonidos y colores de los animales.

Empezaba a pintar antes de que mi familia se despertaba”.

Ninguna aldea en Honduras, tal vez ninguna en Centroamérica, ha sido pintada con más frecuencia que San Antonio de Oriente. Un pueblo realmente pintoresco de menos de 200 habitantes, construido en las montañas agrestes cubiertas de pino como una joya blanca tallada, en la esquina una catedral del siglo XVII construida por los españoles. Estando allí, uno fácilmente se puede imaginar en alguna soleada y remota villa de Andalucía.

El trabajo de Velásquez capta la fuerza y seriedad de España sin la austeridad comúnmente asociada con pueblos hispanos. Toda la dureza y estiramiento se diluyen y humanizan a través de armoniosos colores y por la simpatía de Velásquez por todos aquellos que transitan sus calles: El campesino, el cura, el burro, la señora en su camino al mercado, los gallos, patos y el omnipresente perro negro, que se ha convertido en la marca de casi todos los cuadros de Velásquez.

Animado por los Popenoe; Velásquez empezó a mostrar sus pinturas en Tegucigalpa. “Usualmente iba solo pero en ocasiones llevaba a toda la familia”.

“Cargábamos a Melvin con pinturas y las trasladábamos a la ciudad. Los mostraba en la Plaza Central o en algún otro parque. Realicé varias exhibiciones pequeñas y vendí mis primeros cuadros por 10 a 15 lempiras.

Me reuní con otros pintores que me sugirieron que me trasladara a Tegucigalpa, pero nosotros preferimos permanecer en San Antonio. Así las cosas, en 1954 los Popenoe me organizaron una exposición en los Estados Unidos.

La misma fue patrocinada por la Unión Panamericana en Washington, D.C.

“Fue una gran aventura” agregó Raquel.

“Todos fueron muy buenos con nosotros”.

Mostraron las pinturas en la casa de los Popenoe e invitaron a muchas personas. José Antonio estaba contento, pero ambos sentíamos nostalgia por San Antonio y hasta los niños se sintieron felices de regresar a casa.
“Fue la primera vez que yo estuve fuera de Honduras”.

La publicidad generada por la exposición en Washington de repente inspiró mucho interés en los trabajos de Velásquez y mientras él siguió como barbero en San Antonio, dedicaba la mayor parte de su tiempo a pintar.

“Me concentraba tanto en mi trabajo que a veces me olvidaba de ir a la Escuela Agrícola.

Algunos de los estudiantes no deseando interrumpirme en mi labor pictórica venían hasta la aldea a que les cortara el cabello. Reconozco que fui barbero demasiado tiempo, cuando veo estudiantes a quienes les corté el pelo, caminando por las calles de Tegucigalpa, hombres hechos y derechos, con familias. Finalmente dejé el oficio de barbero para dedicarme a pintar en forma exclusiva”.

En 1955 Velásquez fue galardonado con el premio Pablo Zelaya Sierra el más alto tributo a las artes que da el gobierno.

Una cadena protocolaria y una exhibición fue celebrada en honor de pintor y de su esposa. Parecía que casi en un abrir y cerrar de ojos, el pintor había pasado de la obscuridad a la fama en su propio país y especialmente en San Antonio de Oriente, donde el año siguiente fue electo alcalde de la aldea, un cargo honorario que todavía ostenta.

En 1961, cuando su hija más joven tuvo la edad de asistir a un colegio especializado para mujeres en Tegucigalpa se trasladó a esa ciudad y compró una pequeña casa en el barrio Guanacaste.

Raquel se trasladó allí con el resto de la familia mientras, Velásquez permaneció en San Antonio para cumplir con su período como alcalde. Cuando este terminó. Se reunió con su familia.

La vida en Tegucigalpa, no alteró la disciplina rutinaria de Velásquez. Siguió pintando (como lo hace hoy día) del amanecer al ocaso, seis día a la semana, su único respiro es una siesta de dos horas al mediodía. Los fines de semana viajaba a San Antonio para pintar o bocetear nuevos dibujos.

Mientras tanto sus pinturas se iban vendiendo más y más a coleccionistas privados, negocios y turistas de visita en Honduras. “Mis pinturas estaban colgadas en toda la ciudad, en bancos, tiendas, hoteles y galerías.

Verlas y saber que la gente las apreciaba me producía gran placer”.

En 1964 el Dr. Paul Vinelli. Gerente General del Banco Atlántida, autorizó la compra de un lote de pinturas de “San Antonio de Oriente”. Un año más tarde una exhibición de estas obras fue realizada en Costa Rica, seguida por otra en Panamá.

En 1971, Shirley Temple Black, visitó Honduras y después de una reunión con Velásquez organizó una producción cinematográfica sobre el artista y sus pinturas. Para la señora Black, el filmado no solamente fue una forma de mostrare su aprecio por el trabajo de Velásquez, sino también una manera de promoverse a sí mismo y de fomentar las relaciones entre los Estados Unidos y Honduras.

Para Velásquez solo fue otra experiencia, una que el recuerdo con gran entusiasmo. “Ellos filmaron la aldea y algunos de mis amigos. Verse en movimiento, trabajando y hablando en una gran pantalla es un milagro. A toda la familia le agradó ver ese filmado”.

Es temprano en la tarde, un 8 de abril de 1979, me encuentro sentado con Velásquez en las gradas fuera de su estudio, un cuarto grande de paredes blancas, construido encima de la casa original hace algunos años. Un lugar para trabajar alejado de ruido y trajín de la calle y de la casa. “Mis hijos y nietos nos visitan casi todos los días. Para trabajar yo necesito un lugar callado y con vista”. “Me canso más pronto ahora que antes”, nos dice, con una sonrisa.

Instantes después nos explica que él fue sometido a una operación hace dos años, para corregirle un problema circulatorio de la pierna izquierda, la cual lo dejó con menos energía y una pequeña cojera en la pierna.

“Mi esposa y yo estábamos en España para una exhibición, cuando empecé a notar que la pierna cedía bajo mi peso, me fui poniendo peor hasta que al llegar a Honduras, no podía caminar sin sufrir un gran dolor. Los doctores dijeron que perdería mi pierna, talvez hasta moriría si no era sometido a cirugía inmediatamente. Y sabe, el cirujano que me arregló fue el doctor José David Pineda, uno de mis estudiantes de la Escuela Zamorano.

Estoy seguro que le corté el pelo miles de veces.

El anciano enciende un nuevo cigarro. Nos sentamos en silencio disfrutando de la frescura del atardecer, la luz se va apagando en el cielo de Honduras.

En la lontananza, sobre el balcón, el conjunto de mesetas y valles al este de Tegucigalpa están claramente delineados.

Desde la distancia, me recuerdan la campiña alrededor de Toledo.

“Sobre aquella prominencia” nos señala el pintor, más allá de la Basílica de Suyapa, está el Valle del Zamorano y un poco después, San Antonio de Oriente.

Cuando le pregunto si le hace falta San Antonio, sonríe, sacude su cabeza.

“No, ya no me hace falta, en realidad no, ahora lo llevo dentro de mí”.

Traducción hecha por el licenciado Marcial Cerrato S.
Tegucigalpa, D.C., 1980

Fuente: Latribuna.hn

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