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Muere Little Richard, pionero del rock’n’roll, a los 87 años

El rock n’ roll, cuando se manifestó a mediados de los años cincuenta, traía promesas de liberación. Sin embargo, Little Richard, fallecido este sábado a los 87 años, ya estaba liberado cuando los focos se fijaron en él. Nacido en Macon, estado de Georgia, en 1932, había crecido en una familia numerosa con fuertes creencias religiosas. Demasiado exuberante para un medio tan pacato, fue expulsado de casa cuando todavía era un adolescente. Y no volvió hasta que tuvo veinte años, tras el asesinato de su padre, cuando debió contribuir al presupuesto familiar, aunque fuera lavando platos en la estación de autobuses de Macon (por otra parte, un buen lugar para ligar, reconocía).

Pero Little Richard se creía capaz de hacer música del momento, especialmente soul. Aunque no arrasaron en listas, durante los sesenta y primeros setenta, ya instalado en Los Ángeles, confeccionó grandes piezas con Don & Dewey, Johnny Guitar Watson, H. B. Barnum, Don Covay y –el más peligroso de todos- Larry Williams. Como contaría en su fantasiosa biografía, Quasar of Rock, resulta casi milagroso que Richard y Williams evitaran disgustos serios con policías, traficantes y amantes despechados.

Hubo recaídas en las drogas y en su muy flexible religión, hasta que a mediados de los años ochenta se acomodó en Hollywood. Logró cameos en películas de éxito y se transformó en algo así como el pastor favorito de los famosos, especializado en unir parejas en matrimonio, con ambientación de rock n’ roll. Podía entender mejor las extravagancias de los millonarios californianos que los juegos del glam rock a partir de la identidad sexual. De hecho, por temporadas aborrecía de su papel como ídolo gay: “Lo hacía para que los blancos aceptaran que fuera capaz de conmover a sus novias”.

Ante la indiferencia del mercado, abandonó la grabación de discos pero no los directos. Pude verle en acción en un festival celebrado en Gijón en 2005, cuando colmó la paciencia de los organizadores al exigir las llaves de una iglesia en la que pudiera rezar en soledad. Para desplazarse desde el camerino al escenario, pidió un coche de lujo que iba dando botes por un terreno montañoso, sin caminos. Cierto es que, una vez se enfrentó al público, pareció entrar en combustión. Igual que sus espectadores, que sintieron renacer sus cuerpos. Ese era el verdadero prodigio del reverendo Penniman.

Fuente: elpais.

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