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Academia Hondureña de la Lengua

Tegucigalpa,Honduras lunes 11 noviembre 2019

La Academia Hondureña de la Lengua, en cumplimento de su obligación de contribuir al desarrollo del español, lengua oficial de la República de Honduras, y de honrar a aquellos esforzados que con su obra han engrandecido el idioma con el cual nos comunicamos, en esta ocasión, rinde homenaje merecido al escritor Julio Escoto, maestro en ejercicio del magisterio no solo en institutos y colegios, universidades, sino que también con los jóvenes escritores y con el noble pueblo de Honduras. Este homenaje consiste en la entrega del Premio Ramón Amaya Amador.

Julio se formó en la Escuela Superior del Profesorado Francisco Morazán, institución transformada hoy en la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán, en donde obtuvo el grado de profesor de Literatura; ahí recibió las enseñanzas de grandiosos docentes hondureños egresados de la primera generación de la Escuela y de muchísimos talentos que, desde el extranjero, vinieron a sembrar semilla literaria, entre ellos el destacado educador y político venezolano Luis Beltrán Prieto. Más tarde hizo estudios superiores en otras instituciones prestigiosas.

Es quizá esa la razón por la cual Julio Escoto ha ejercido una cátedra permanente desde su graduación como profesor de Literatura. Cátedra que, como he dicho, no solamente desarrolló en la aulas de la secundaria y la universidad, si no en el seno del pueblo. De esta suerte, no son pocos los jóvenes escritores que abrevaron en sus sabios consejos y en sus textos, sobre todo en el área de la narrativa, de la cual Julio es uno de los más importantes exponentes en la literatura nacional.

 

Ese magisterio se caracteriza por su sabia orientación dictada a los jóvenes, con énfasis en los imberbes que aspiraban y aspiran a dedicarse al sano ejercicio de las letras, pues Julio no solo está accesible a los muchachos a través de su obra, una cátedra abierta, sino también se ha caracterizado por estar presente y cordial con quienes se le acercan para pedir una opinión sobre algunas páginas emborronadas o para solicitar consejos sobre tal o cual asunto de sustantivos o adjetivos. Extensivo a esto, Julio ha mantenido una constante orientación dirigida a la totalidad del pueblo hondureño a través de sus obras sobre ética, de sus textos narrativos con urdiembre histórica, de sus revistas y concursos de cuento breve y, sobre todo, de su columna semanal de orientación cívica, cargada de patriotismo, de abundamiento en torno a la verdad de nuestra patria y sobre los retos que Honduras tiene para superar los escollos que ahora le impiden salir adelante. Una auténtica cátedra de civismo que forma para la insustituible democracia plena.

En el ámbito de esta vocación magisterial, Julio nos ha descubierto un Morazán redivivo. Un Morazán que, a pesar de su asesinato en 1842, sigue en batalla, por sus ideales y sus aspiraciones para consolidar un Estado Centroamericano fuerte y capaz de asegurar la felicidad a sus habitantes; un Morazán capaz de caminar por las adoquinada calles de Tegucigalpa o por las polvorientas de los pueblos –todavía olvidados- para meterse entre el sentir y el pensar de los hondureños de todos los niveles sociales; para dejar oír su proclama libertaria, su civismo nunca derrotado, su aspiración a la Unidad del Istmo siempre fervorosa. Julio nos muestra a un Morazán necesario, indispensable para nuestras vidas cívicas; un Morazán que sigue en la batalla, no tanto con espada y corcel, sino con los sabios planteamientos de su doctrina liberadora, con su deseo de que los centroamericanos gocemos de la protección de un Estado firmemente consolidado destinado a proveernos de la libertad plena a los habitantes del istmo. Por esa razón, a Julio hay que llamarle maestro y rendirle el sombrero porque, como dice uno de los más populares refranes: el que siembra, cosecha.

Pero no creo que el jurado, encargado de otorgar este presea “Ramón Amaya Amador”, haya pensado en Julio por su condición de maestro. Pudiera ser que sí, pero su designación se ha amprado en su producción literaria, fundamentalmente por su trabajo como narrador, de tal manera que hace, también, homenaje con sus páginas a quien lleva el nombre del premio, a nuestro destacado novelista y cuentista Ramón Amaya Amador, quien, salido de la prisión verde de los bananales de la costa norte, propiedad de las compañía bananeras norteamericanas, fue capaz de denunciar los atropellos a los trabajadores campeños y obreros de la ciudad, pero que también supo descifrar los sueños de los hombres del campo y la ciudad esforzados, día a día con el machete o con la máquina industrial, en trasformar al país en un Estado pleno capaz de ofrecer todas las garantías y derechos consignados en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre mediante un Estado nuevo, refundado, en donde el futuro sea el resultado de la suma de las voluntades de todos.

Si es verdad que la narrativa de Ramón Amaya Amador se circunscribe en el ambiente literario, en ese tiempo prevaleciente en las letras latinoamericanas lideradas por escritores como Vallejo, con la novela Tugsteno; Ciro Alegría, con El mundo es ancho y ajeno; Miguel Ángel Asturias, con El Señor Presidente; Carlos Luis Fallas, con Mamita Yunai; y el mismo Julio Escoto con sus Guerreros de Hibueras, los alcances de la narrativa de nuestro homenajeado van más allá, porque muy pronto se adentra en la corriente del realismo mágico que satura su novela y su cuento. En “El génesis de Santa Cariba” encontré una página de literatura erótica que bien pudo firmarla el autor de Paradiso, José Lezama Lima.

La narrativa de Escoto es fresca, con una intriga que mantiene al lector en zozobra literaria. Ha utilizado las figuras emblemáticas de nuestra historia, sobre todo la de Francisco Morazán, para adentrar a los lectores nacionales y del mundo del castellano y de otras lenguas en la hondura de la vida de un preclaro pensador hondureño, lleno de aspiraciones cívicas para con nuestros pueblos y nuestro destino; aspiraciones que desgraciadamente se quebraron cuando un pelotón de fusilamiento le asesinó, para atajar la avalancha libertadora que llenaba el pecho de gran parte de los centroamericanos, aplastados por una tromba destructiva ensotanada y con machete en manos para cortar cabezas azuzada por la más cruda reacción centroamericana aspirante a perpetuar su pretendida nobleza quebrada con la independencia de 1824.

Cuando yo era un chico imberbe, docente en La Escuela Esteban Guadiola de La Lima, con la dirección general de un maestro común para mí y Julio, don Ibrahim Gamero Idiáquez, apareció “Los guerreros de hibueras”. En La Lima me obsequió un ejemplar de su libro y yo lo comenté con un artículo publicado en El Heraldo, órgano de la Sociedad Cívica y Unionista la Juventud, en 1968.

 

Reproduzco algunos renglones de ese texto porque tienen vigencia para valorar la obra de Julio: “Poseído de un verdadero talento, pasión y vocación creadora, Julio Escoto se está convirtiendo en uno de nuestros jóvenes narradores más acuciosamente responsable y original, empeñado en darle al cuento hondureño otro matiz, otra significación y –sobre todo- otra dimensión más a tono con las nueva tendencias de la narrativa hispanoamericana y universal”. Ahí también digo que su trabajo es una muestra elocuente de la gran “capacidad creativa”, con una narración que se conduce ”como un fluir constante de un arroyo, mostrándonos, constantemente, a las criaturas humanas de su relato en su existencia exterior y en su interioridad subjetiva”. Ese arroyo ahora es un río Ulúa o un grandioso Patuca, de dónde Morazán nunca quiso que se extrajera el oro para coronar alguna testa de quienes querían volvernos a las monarquías totalitarias.

De esta labor narrativa salen obras trascendentales para la conformación moderna de nuestros novela y cuento: La balada del herido pájaro y otros cuentos (1969), El árbol de los pañuelos (1979), Días de ventisca, noches de huracán (1980), Bajo el almendro junto al volcán (1988), El general Morazán marcha a batallar desde la muerte (1992), El rey del albor: Madrugada (1993) el Génesis de Santa Criba (2007) y Down Town Paraíso (2018)

Julio Escoto, como buen docente, también ha incursionado en la literatura para niños y jóvenes: Descubrimiento y conquista para niños (1969), Ecología para jóvenes de 10 a 90 años (1999); ha publicado antologías, textos de ética, libros de ensayo con análisis socio político, dirige la revista Imaginación, publica una columna semanal en la prensa nacional y conduce el Centro Editorial y la Biblioteca de la UNAH Valle de Sula.

¿Qué más decir? Pues que Ramón Amaya Amador, nuestro grandioso autor de “Prisión verde”, honra su nombre con este homenaje a Julio Escoto, el maestro, el narrador, el antólogo, el ensayista, el escritor para niños y jóvenes, el editor, el columnista, el hondureño que, sin lugar a dudas, ama a Honduras como a él mismo.

Fuente: La Tribuna

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