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LECTURA PARA LA FAMILIA – EL VIEJO Y EL MAR

Tegucigalpa,Honduras jueves 09 septiembre 2021

Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del Golfo y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor forma de la mala suerte; y por orden de sus padres, el muchacho había salido en otro bote, que cogió tres buenos peces la primera semana.

Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota. El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical, estaban en sus mejillas. Estas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo, y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.

Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.

—Santiago — le dijo el muchacho trepando por la orilla desde donde quedaba varado el bote—. Yo podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero.

El viejo había enseñado al muchacho a pescar, y el muchacho le tenía cariño.

—No —dijo el viejo—. Tú sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.

—Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y luego cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas.

—Lo recuerdo —dijo el viejo—, y yo sé que no me dejaste porque hubieses perdido la esperanza.

—Fue papá quien me obligó. Soy un chiquillo y tengo que obedecerlo.

—Lo sé —dijo el viejo—. Es completamente normal.

—Papá no tiene mucha fe.

—No. Pero nosotros, sí, ¿verdad?

—Sí —dijo el muchacho—. ¿Me permite brindarle una cerveza en La Terraza? Luego llevaremos las cosas a casa.

—¿Por qué no? —dijo el viejo—.

Entre pescadores. Se sentaron en La Terraza. Muchos de los pescadores se reían del viejo, pero él no se molestaba. Otros, entre los más viejos, lo miraban y se ponían tristes. Pero no lo manifestaban y se referían cortésmente a la corriente y a las hondonadas donde habían tendido sus sedales, al continuo buen tiempo y a los que habían visto. Los pescadores que aquel día habían tenido éxito habían llegado y habían limpiado sus agujas y las llevaban tendidas sobre dos tablas —dos hombres tambaleándose al extremo de cada tabla— a la pescadería, donde esperaban a que el camión del hielo las llevara al mercado, a La Habana. Los que habían pescado tiburones los habían llevado a la factoría de tiburones al otro lado de la ensenada, donde eran izados en aparejos de polea; les sacaban los hígados, les cortaban las aletas y los desollaban y cortaban su carne en trozos para salarla. Cuando el viento soplaba del Este, el hedor se extendía a través del puerto, procedente de la fábrica tiburonera; pero hoy no se notaba más que un débil tu

fo porque el viento había vuelto al Norte y luego había dejado de soplar.

Era agradable estar allí, al sol, en La Terraza.

—Santiago —dijo el muchacho.

—¿Qué? —respondió el viejo. Con el vaso en la mano pensaba en las cosas de hacía muchos años.

—¿Puedo ir a buscarle sardinas para mañana? —No. Ve a jugar al béisbol. Todavía puedo remar, y Rogelio tirará la atarraya.

—Me gustaría ir. Si no puedo pescar con usted, me gustaría servirlo de alguna manera.

—Me has pagado una cerveza — dijo el viejo—. Ya eres un hombre.

—¿Qué edad tenía yo cuando usted me llevó por primera vez en un bote?

—Cinco años. Y por poco pierdes la vida cuando subí aquel pez demasiado vivo que estuvo a punto de destrozar el bote. ¿Te acuerdas?

—Recuerdo cómo brincaba y pegaba coletazos, y que el banco se rompía, y el ruido de los garrotazos. Recuerdo que usted me arrojó a la proa, donde estaban los sedales mojados y enrollados. Y recuerdo que todo el bote se estremecía, y el estrépito que usted armaba dándole garrotazos como si talara un árbol, y el pegajoso olor a sangre que me envolvía.

—¿Lo recuerdas realmente o es que yo te lo he contado?

—Lo recuerdo todo, desde la primera vez que salimos juntos. El viejo lo miró con sus amorosos y confiados ojos quemados por el sol.

—Si fueras hijo mío, me arriesgaría a llevarte —dijo—. Pero tú eres de tu padre y de tu madre, y trabajas en un bote que tiene suerte.

—¿Puedo ir a buscarle las sardinas? También sé dónde conseguir cuatro carnadas.

—Tengo las mías, que me han sobrado de hoy. Las puse en sal en la caja.

—Déjeme traerle cuatro cebos frescos.

—Uno —dijo el viejo. Su fe y su esperanza no le habían fallado nunca. Pero ahora empezaban a revigorizarse como cuando se levanta la brisa. —Dos —dijo el muchacho.

—Dos —aceptó el viejo—. ¿No los has robado? —Lo hubiera hecho —dijo el muchacho—. Pero estos los compré.

—Gracias —dijo el viejo. Era demasiado simple para preguntarse cuándo había alcanzado la humildad. Pero sabía que la había alcanzado y sabía que no era vergonzoso y que no comportaba pérdida del orgullo verdadero.

—Con esta brisa ligera, mañana va a hacer buen día —dijo.

—¿A dónde piensa ir? —le preguntó el muchacho.

—Saldré lejos para regresar cuando cambie el viento. Quiero estar fuera antes que sea de día. — Voy a hacer que mi patrón salga lejos a trabajar —dijo el muchacho—. Si usted engancha algo realmente grande, podremos ayudarle.

—A tu patrón no le gusta salir demasiado lejos. —No —dijo el muchacho—, pero yo veré algo que él no podrá ver: un ave trabajando, por ejemplo. Así haré que salga siguiendo a los dorados.

—¿Tan mala tiene la vista? — Está casi ciego. —Es extraño —dijo el viejo—. Jamás ha ido a la pesca de tortugas. Eso es lo que mata los ojos. —Pero usted ha ido a la pesca de tortugas durante varios años, por la costa de los Mosquitos, y tiene buena vista.

—Yo soy un viejo extraño.

—Pero, ¿ahora se siente bastante fuerte como para un pez realmente grande?

—Creo que sí. Y hay muchos trucos.

 

—Vamos a llevar las cosas a casa —dijo el muchacho—. Luego cogeré la atarraya y me iré a buscar las sardinas. Recogieron el aparejo del bote. El viejo se echó el mástil al hombro y el muchacho cargó la caja de madera de los enrollados sedales pardos de apretada malla, el bichero y el arpón con su mango. La caja de las carnadas estaba bajo la popa, junto a la porra que usaba para rematar a los peces grandes cuando los arrimaba al bote. Nadie sería capaz de robarle nada al viejo; pero era mejor llevar la vela y los sedales gruesos, puesto que el rolo los dañaba, y aunque estaba seguro de que ninguno de la localidad le robaría nada, el viejo pensaba que el arpón y el bichero eran tentaciones, y que no había por qué dejarlos en el bote. Marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo y entraron; la puerta estaba abierta. El viejo inclinó el mástil con su vela arrollada contra la pared y el muchacho puso la caja y el resto del aparejo junto a él. El mástil era casi tan largo como la habitación única de la choza. Esta última estaba hecha de las recias pencas de la palma real que llaman guano, y había una cama, una mesa, una silla y un lugar en el piso de tierra para cocinar con carbón. En las paredes, de pardas, aplastadas y superpuestas hojas de guano de resistente fibra, había una imagen en colores del Sagrado Corazón de Jesús y otra de la Virgen del Cobre. Estas eran reliquias de su esposa. En otro tiempo había habido una desvaída foto de su esposa en la pared, pero la había quitado porque le hacía sentirse demasiado solo el verla, y ahora estaba en el estante del rincón, bajo su camisa limpia.

—¿Qué tiene para comer? —preguntó el muchacho.

—Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un poco?

—No. Comeré en casa. ¿Quiere que le encienda la candela?

—No. Yo la encenderé luego. O quizás coma el arroz frío.

—¿Puedo llevarme la atarraya?

—Desde luego. No había ninguna atarraya. El muchacho recordaba que la habían vendido. Pero todos los días pasaban por esta ficción. No había ninguna cazuela de arroz amarillo con pescado, y el muchacho lo sabía igualmente.

—El ochenta y cinco es un número de suerte —dijo el viejo—. ¿Qué te parece si me vieras volver con un pez que, en canal, pesara más de mil libras?

—Voy a coger la atarraya y saldré a pescar las sardinas. ¿Se quedará sentado al sol, a la puerta?

—Sí. Tengo ahí el periódico de ayer y voy a leer los resultados de los partidos de béisbol. El muchacho se preguntó si el «periódico de ayer» no sería también una ficción. Pero el viejo lo sacó de debajo de la cama.

—Perico me lo dio en la bodega —explicó. —Volveré cuando haya cogido las sardinas. Guardaré las suyas junto con las mías en el hielo y por la mañana nos las repartiremos. Cuando yo vuelva, me contará lo del béisbol.

—Los Yankees de Nueva York no pueden perder.

—Pero yo les tengo miedo a los Indios de Cleveland.

—Ten fe en los Yankees de Nueva York, hijo, piensa en el gran DiMaggio.

—Les tengo miedo a los Tigres de Detroit y a los Indios de Cleveland.

—Ten cuidado, no vayas a tenerles miedo también a los Rojos de Cincinnatti y a los White Sox de Chicago.

—Usted estudia eso y me lo cuenta cuando vuelva.

—¿Crees que debiéramos comprar unos billetes de la lotería que terminen en un ochenta y cinco? Mañana hace el día ochenta y cinco.

—Podemos hacerlo —dijo el muchacho—. Pero, ¿qué me dice de su gran récord, el ochenta y siete?

—No podría suceder dos veces. ¿Crees que puedas encontrar un ochenta y cinco?

—Puedo pedirlo.

—Un billete entero. Eso hace dos pesos y medio. ¿Quién podría prestárnoslos?

—Eso es fácil. Yo siempre encuentro quien me preste dos pesos y medio.

—Creo que yo también. Pero trato de no pedir prestado. Primero pides prestado; luego pides limosna.

—Abríguese, viejo —dijo el muchacho—. Recuerde que estamos en septiembre.

—El mes en que vienen los grandes peces —dijo el viejo—. En mayo cualquiera es pescador.

—Ahora voy por las sardinas — dijo el muchacho.

Cuando volvió el muchacho, el viejo estaba dormido en la silla. El sol se estaba poniendo. El muchacho cogió de la cama la frazada del viejo y se la echó sobre los hombros. Eran unos hombros extraños, todavía poderosos, aunque muy viejos, y el cuello era también fuerte todavía, y las arrugas no se veían tanto cuando el viejo estaba dormido y con la cabeza derribada hacia adelante. Su camisa había sido remendada tantas veces que estaba como la vela; y los remiendos, descoloridos por el sol, eran de varios tonos. La cabeza del hombre era, sin embargo, muy vieja y con sus ojos cerrados no había vida en su rostro. El periódico yacía sobre sus rodillas y el peso de sus brazos lo sujetaba allí contra la brisa del atardecer. Estaba descalzo. El muchacho lo dejó allí, y cuando volvió, el viejo estaba todavía dormido.

—Despierte, viejo —dijo el muchacho, y puso su mano en una de las rodillas de este. El viejo abrió los ojos y por un momento fue como si regresara de muy lejos. Luego sonrió.

—¿Qué traes? —preguntó.

—La comida —dijo el muchacho—. Vamos a comer.

—No tengo mucha hambre.

—Vamos, venga a comer. No puede pescar sin comer.

—Habrá que hacerlo —dijo el viejo, levantándose y cogiendo el periódico y doblándolo. Luego empezó a doblar la frazada. —No se quite la frazada —dijo el muchacho—. Mientras yo viva, usted no saldrá a pescar sin comer.

—Entonces vive mucho tiempo, y cuídate —dijo el viejo—. ¿Qué vamos a comer?

—Frijoles negros con arroz, plátanos fritos y un poco de asado. El muchacho lo había traído de La Terraza en una cantina. Traía en el bolsillo dos juegos de cubiertos, cada uno envuelto en una servilleta de papel.

—¿Quién te ha dado esto?

—Martín. El dueño.

—Tengo que darle las gracias.

—Ya yo se las he dado —dijo el muchacho—. No tiene que dárselas usted.

—Le daré la ventrecha de un gran pescado —dijo el viejo—. ¿Ha hecho esto por nosotros más de una vez?

—Creo que sí. —Entonces tendré que darle más que la ventrecha. Es muy considerado con nosotros. —Mandó dos cervezas. —Me gusta más la cerveza en lata. —Lo sé. Pero esta es en botella. Cerveza Hatuey. Y yo devuelvo las botellas. —Muy amable de tu parte —dijo el viejo—. ¿Comemos? —Es lo que yo proponía —le dijo el muchacho—. No he querido abrir la cantina hasta que estuviera usted listo. —Ya estoy listo — dijo el viejo—. Sólo necesitaba tiempo para lavarme. «¿Dónde se lava?», pensó el muchacho. El pozo del pueblo estaba a dos cuadras de distancia, camino abajo. «Debí de haberle traído agua —pensó el muchacho—, y jabón, y una buena toalla. ¿Por qué seré tan desconsiderado? Tengo que conseguirle otra camisa y un yáquet para el invierno, y alguna clase de zapatos, y otra frazada». —Tu asado es excelente —dijo el viejo. —Hábleme de béisbol —le pidió el muchacho. —En la Liga Americana, como te dije, los Yankees — dijo el viejo muy contento. —Hoy perdieron —le dijo el muchacho. —Eso no significa nada. El gran DiMaggio vuelve a ser lo que era. — Tienen otros hombres en el equipo. —Naturalmente. Pero con él la cosa es diferente. En la otra liga, entre el Brooklyn y el Filadelfia, tengo que quedarme con el Brooklyn. Pero luego pienso en Dick Sisler y en aquellos lineazos suyos en el viejo parque. —Nunca hubo nada como ellos. Jamás he visto a nadie mandar la pelota tan lejos. —¿Recuerdas cuando venía a La Terraza? Yo quería llevarlo a pescar, pero era demasiado tímido para proponérselo. Luego te pedí a ti que se lo propusieras, y tú eras también demasiado tímido. —Lo sé. Fue un gran error. Pudo haber ido con nosotros. Luego eso nos hubiera quedado para toda la vida. —Me hubiese gustado llevar a pescar al gran DiMaggio —dijo el viejo—. Dicen que su padre era pescador. Quizás fuese tan pobre como nosotros y comprendiera. —El padre del gran Sisler no fue nunca pobre, y jugó en las Grandes Ligas cuando tenía mi edad. — Cuando yo tenía tu edad me hallaba de marinero en un velero de altura que iba al África, y he visto leones en las playas al atardecer. —Lo sé. Usted me lo ha contado. —¿Hablamos de África o de béisbol? —Mejor de béisbol —dijo el muchacho—. Hábleme del gran John J. McGraw. —A veces, en los viejos tiempos, solía venir también a La Terraza. Pero era rudo y bocón, y difícil cuando estaba bebido. No sólo pensaba en la pelota, sino también en los caballos. Por lo menos llevaba listas de caballos constantemente en el bolsillo y con frecuencia pronunciaba nombres de caballos por teléfono. —Era un gran director —dijo el muchacho—. Mi padre cree que era el más grande. ¿Quién es realmente mejor director: Luque o Mike González? —Creo que son iguales. —El mejor pescador es usted. — No. Conozco otros mejores. —Qué va —dijo el muchacho—. Hay muchos buenos pescadores y algunos grandes pescadores. Pero como usted, ninguno. —Gracias. Me haces feliz. Ojalá no se presente un pez tan grande que nos haga quedar mal. — No existe tal pez, si está usted tan fuerte como dice. —Quizá no esté tan fuerte como creo —dijo el viejo—. Pero conozco muchos trucos, y tengo voluntad. —Ahora debiera ir a acostarse para estar descansado por la mañana. Yo llevaré otra vez las cosas a La Terraza. —Entonces buenas noches. Te despertaré por la mañana. —Usted es mi despertador —dijo el muchacho. —La edad es mi despertador —dijo el viejo—. ¿Por qué los viejos se despertarán tan temprano? ¿Será para tener un día más largo? —No lo sé —dijo el muchacho—. Lo único que sé es que los jovencitos duermen profundamente y hasta tarde. —Lo recuerdo —dijo el viejo—. Te despertaré temprano. —No me gusta que el patrón me despierte. Es como si yo fuera inferior. —Comprendo. —Que duerma bien, viejo. El muchacho salió. Habían comido sin luz en la mesa, y el viejo se quitó el pantalón y se fue a la cama a oscuras. Enrolló el pantalón para hacer una almohada, y puso luego el periódico dentro. Se envolvió en la frazada y durmió sobre los otros periódicos viejos que cubrían los muelles de la cama. Se quedó dormido enseguida y soñó con África, en la época en que era muchacho, y con las largas playas doradas y las playas blancas, tan blancas que lastimaban los ojos, y los altos promontorios y las grandes montañas pardas. Vivía entonces todas las noches a lo largo de aquella costa y en sus sueños sentía el rugido de las olas contra la rompiente y veía venir a través de ellas los botes de los nativos. Sentía el olor a brea y estopa de la cubierta mientras dormía, y sentía el olor de África que la brisa de tierra traía por la mañana. Generalmente, cuando olía la brisa de tierra, despertaba y se vestía, y se iba a despertar al muchacho. Pero esta noche el olor de la brisa de tierra vino muy temprano y él sabía que era demasiado temprano en su sueño, y siguió soñando para ver los blancos picos de las islas que se levantaban del mar. Y luego soñaba con los diferentes puertos y fondeaderos de las Islas Canarias. No soñaba ya con tormentas, ni con mujeres, ni con grandes acontecimientos, ni con grandes peces, ni con peleas, ni con competiciones de fuerza, ni con su esposa. Sólo soñaba ya con lugares, y con los leones en la playa. Jugaban como gatitos a la luz del crepúsculo y él les tenía cariño lo mismo que al muchacho. No soñaba jamás con el muchacho. Simplemente despertaba, miraba por la puerta abierta a la luna y desenrollaba su pantalón y se lo ponía. Orinaba junto a la choza y luego subía al camino a despertar al muchacho. Temblaba por el frío de la mañana. Pero sabía que temblando se calentaría y que pronto estaría remando. La puerta de la casa donde vivía el muchacho no estaba cerrada con llave; la abrió calladamente y entró descalzo. El muchacho estaba dormido en un catre en el primer cuarto, y el viejo podía verlo claramente a la luz de la luna moribunda. Le cogió con suavidad un pie y lo apretó hasta que el muchacho despertó y se volvió y lo miró. El viejo le hizo una seña con la cabeza y el muchacho cogió su pantalón de la silla junto a la cama y, sentándose en ella, se lo puso. }

 

El viejo salió afuera y el muchacho vino tras él. Estaba soñoliento y el viejo le echó el brazo sobre los hombros y dijo: —Lo siento. —Qué va —dijo el muchacho—. Es lo que debe hacer un hombre. Marcharon camino abajo hasta la cabaña del viejo; y a todo lo largo del camino, en la oscuridad, se veían hombres descalzos portando los mástiles de sus botes. Cuando llegaron a la choza del viejo, el muchacho cogió de la cesta los rollos del sedal, el arpón y el bichero; y el viejo llevó el mástil con la vela arrollada al hombro. —¿Quiere usted café? —preguntó el muchacho. —Pondremos el aparejo en el bote y luego tomaremos un poco. Tomaron café en latas de leche condensada en un puesto que abría temprano y servía a los pescadores. —¿Qué tal ha dormido, viejo? —preguntó el muchacho. Ahora estaba despertando aunque todavía le era difícil dejar su sueño. —Muy bien, Manolín —dijo el viejo—. Hoy me siento confiado. —Lo mismo yo —dijo el muchacho—. Ahora voy a buscar sus sardinas y las mías y sus carnadas frescas. El dueño trae él mismo el aparejo. No quiere nunca que nadie lleve nada. — Somos diferentes —dijo el viejo—. Yo te dejaba llevar las cosas cuando tenías cinco años. —Lo sé —dijo el muchacho—. Vuelvo enseguida. Tome otro café. Aquí tenemos crédito. Salió, descalzo, por las rocas de coral hasta la nevera donde se guardaban las carnadas. El viejo tomó lentamente su café. Era lo único que bebería en todo el día, y sabía que debía tomarlo. Hacía mucho tiempo que le mortificaba comer, y jamás llevaba un almuerzo. Tenía una botella de agua en la proa del bote, y eso era lo único que necesitaba para todo el día. El muchacho estaba de regreso con las sardinas y las dos carnadas envueltas en un periódico, y bajaron por la vereda hasta el bote, sintiendo la arena con piedrecitas debajo de los pies, y levantaron el bote y lo empujaron al agua. —Buena suerte, viejo.

El viejo salió afuera y el muchacho vino tras él. Estaba soñoliento y el viejo le echó el brazo sobre los hombros y dijo: —Lo siento. —Qué va —dijo el muchacho—. Es lo que debe hacer un hombre. Marcharon camino abajo hasta la cabaña del viejo; y a todo lo largo del camino, en la oscuridad, se veían hombres descalzos portando los mástiles de sus botes. Cuando llegaron a la choza del viejo, el muchacho cogió de la cesta los rollos del sedal, el arpón y el bichero; y el viejo llevó el mástil con la vela arrollada al hombro. —¿Quiere usted café? —preguntó el muchacho. —Pondremos el aparejo en el bote y luego tomaremos un poco. Tomaron café en latas de leche condensada en un puesto que abría temprano y servía a los pescadores. —¿Qué tal ha dormido, viejo? —preguntó el muchacho. Ahora estaba despertando aunque todavía le era difícil dejar su sueño. —Muy bien, Manolín —dijo el viejo—. Hoy me siento confiado. — Lo mismo yo —dijo el muchacho—. Ahora voy a buscar sus sardinas y las mías y sus carnadas frescas. El dueño trae él mismo el aparejo. No quiere nunca que nadie lleve nada. —Somos diferentes —dijo el viejo—. Yo te dejaba llevar las cosas cuando tenías cinco años. —Lo sé —dijo el muchacho—. Vuelvo enseguida. Tome otro café. Aquí tenemos crédito. Salió, descalzo, por las rocas de coral hasta la nevera donde se guardaban las carnadas. El viejo tomó lentamente su café. Era lo único que bebería en todo el día, y sabía que debía tomarlo. Hacía mucho tiempo que le mortificaba comer, y jamás llevaba un almuerzo. Tenía una botella de agua en la proa del bote, y eso era lo único que necesitaba para todo el día. El muchacho estaba de regreso con las sardinas y las dos carnadas envueltas en un periódico, y bajaron por la vereda hasta el bote, sintiendo la arena con piedrecitas debajo de los pies, y levantaron el bote y lo empujaron al agua. —Buena suerte, viejo.

Continuará el próximo sábado…

Perfil de Hemingway 

 

Ernest Miller Hemingway nació el 21 de julio de 1899 en Oak Park (Illinois, EE.UU). Fue uno de los mejores novelistas estadounidenses del siglo XX, que también destacó como autor de cuentos. El joven Hemingway no quiso realizar estudios universitarios y comenzó a trabajar de reportero. Ejerció de periodista en diferentes publicaciones y durante su carrera periodística viajó por toda Europa como corresponsal. El autor vivió durante una temporada en París, ciudad en la que se concentraban muchos artistas del momento. Allí tuvo la oportunidad de relacionarse con varios miembros de la “Generación Perdida”, como fueron Ezra Pound, Gertrude Stein y F. Scott Fitzgerald. También residió en otros países, como España o Cuba, incluso vivió una temporada en el continente africano. Los primeros escritos de Ernest Hemingway pasaron desapercibidos y la obra con la que se dio a conocer entre los editores americanos fue su primera novela titula

da “Fiesta”, escrita en 1925 mientras residía en la ciudad española de Valencia. Más adelante otras obras suyas cosecharon grandes éxitos, como “Adiós a las armas”, “Por quién doblan las campanas” o “El viejo y el mar”, consideradas todas ellas obras maestras de la literatura universal. Hemingway obtuvo multitud de galardones, entre los que destacan el Premio Pulitzer en 1953, que recibió por “El viejo y el mar” y el Premio Nobel de Literatura en 1954 por el conjunto de su obra. Ernest Hemingway murió en Ketchum (Idaho), el 2 de julio de 1961. Según parece se suicidó; el escritor apareció en su casa muerto de un disparo de escopeta en la cabeza.

Fuente: La Tribuna

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